Resurrección, el Big Bang de Dios

La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo es el acontecimiento más importante de la historia de la humanidad y del universo. Significó que Dios entró en nuestro universo por medio de su Hijo que se hizo hombre para divinizar el universo. Para que todo quede bajo el dulce dominio del amor del Padre por el Hijo.

El Hijo se levanta de la muerte como Dios victorioso sobre el universo sometido al dolor y la destrucción por el mal uso de la libertad humana. Cristo con su cuerpo glorioso pasa a ser parte de Dios, hasta el punto de que el Universo entra a ser algo divino y al mismo tiempo trasparenta ser la máxima manifestación visible de Él. Solo que esto ocurrirá de modo definitivo cuando Jesucristo regrese a reinar en la tierra y, en consecuencia, en todo el universo. 

No habrá ya duda o misterio que no llegue a ser plenamente comprensible. Para todos quedará clara la majestuosidad, genialidad, omnipotencia, omnisapiensia y omnipresencia de Dios. Todo cantará a una sola voz: “Santo, Santo, Santo eres Señor, Dios de Gloria y Majestad. De todos fluirá ese canto, nadie podrá quedarse callado, todos concordaremos en que el Padre celestial y solo Él, es el Padre que todos queremos tener y que lo más Santo de nosotros es sabernos amados por Él, adoptados cómo hijos, para gozar con Él por toda la eternidad”.

La Resurrección de Jesús no es un acontecimiento religioso o espiritual. Es algo que incluye toda la materia, toda la Naturaleza, todos los hombres, todas las personas: Divinas (Padre, Hijo y Espíritu Santo), las personas angélicas y las personas humanas, que fueron capaces de reconocer, mientras vivían en la tierra, que todo le pertenece a Dios, también nuestros espíritus, pero que Él nos los ha entregado para que como dueños y señores, nos ofrezcamos libremente a Él y lo aceptemos como nuestro Padre y Dios.

La justicia consiste en dar a cada quien lo que se merece. La justicia de todas las creaturas es reconocer que le pertenecemos a Él y que el valor de nuestra vida depende de la capacidad que desarrollemos para parecernos a Él y poder mostrar con nuestras obras que somos verdaderos hijos suyos, que al vernos todos puedan decir “de tal Palo, tal astilla”, así como Cristo nos mostró la grandeza de la confianza absoluta en la bondad del Padre, incluso cuando todo parecía desesperado y perdido en la cruz.

Nuestro mayor pecado es robarle la gloria a Dios y, la mayor conversión consiste en entregarle la vida, que no es otra cosa que volverse su representante en la tierra, tal y como nos enseñó Jesús. Si vivimos con Cristo, resucitaremos con Cristo. Y para desgracia de quienes no buscaron saber quién es el Padre de su propio espíritu, se quedarán siendo eternamente como fueron en la tierra. Sin poder entender ni gozar el concierto de la Nueva Creación para Dios Hijo como el aplauso que el Padre le da a su Hijo Rey. Y el canto puro, hermoso, fuerte, invencible, inspirador de todas las personas humanas y divinas al Padre por su eterna Gloria.

¿Quién en su sano juicio no enloquecería de felicidad siendo participe de tanto Amor hecho visible? ¿Quién por dura que fuera su vida en esta vida no se sentiría honrado y bendecido a ser invitado al Reinado de Dios en la tierra y en cada corazón humano?

Todos tendremos que cruzar la puerta de la muerte y todos vamos a resucitar con el mismo cuerpo, pero con una materia o biología distinta: nueva, impasible (que no pueda sentir dolor) e inmortal; pero no todos se llenarán de la gloria de Dios sino solo aquellos que la buscaron en la tierra. Aquellos que buscaron con su vida al autor de la Vida.